El mito del monopolio: por qué la izquierda se equivoca
A lo largo de la historia moderna, las izquierdas políticas han sostenido una crítica persistente al fenómeno del monopolio, considerándolo una expresión concentrada del poder económico capitalista y una amenaza a la justicia distributiva. Desde Marx hasta los economistas institucionalistas del siglo XX, el monopolio ha sido retratado como una forma degenerativa del libre mercado, donde unos pocos actores controlan sectores enteros de la economía en detrimento de la competencia, los precios justos y el bienestar colectivo. No obstante, esta visión crítica coexiste con una notable ambivalencia: muchas propuestas económicas provenientes de sectores progresistas, en su intento de corregir fallas del mercado, terminan reproduciendo esquemas de poder concentrado —ya sea a través de empresas estatales, regulaciones excluyentes o estructuras corporativas fuertemente jerarquizadas— que comparten ciertas lógicas monopólicas.
Este artículo explora las tensiones ideológicas, económicas y prácticas que emergen cuando las izquierdas abordan el problema del monopolio. Se examina cómo la crítica teórica al poder económico concentrado convive, y a veces entra en contradicción, con propuestas que toleran o incluso promueven formas particulares de concentración bajo la promesa de un fin social. ¿Es posible que, en ciertos contextos, las izquierdas sustituyan un monopolio privado por otro de carácter público o colectivo, sin alterar la estructura subyacente del poder? ¿Qué implicancias tiene esto para la coherencia interna de sus programas y para la eficiencia económica y política de sus propuestas?
Hilferding en El capital financiero de 1909, plantea que desde 1880 el capital entró en un proceso de centralización, lo que ha llevado a una última fase del capitalismo en la que la libre competencia ha sido suprimida y suplantada por el dominio de cárteles y empresas concentradas que fijarán los precios a través de acuerdo. Si bien Hilferding reconoce que al anularse la competencia el precio deja de estar determinado de manera objetiva, sostiene que la ley valor trabajo se mantiene, aunque distorsionada. Esta distorsión se debe a tasas diferenciadas de ganancia entre sectores monopólicos y no monopólicos. La cartelización permite que los sectores monopólicos aumenten sus precios por sobre las empresas no cartelizadas, de esta forma se produce una apropiación por parte de los carteles de una porción de los beneficios que hubiera correspondido a los sectores no cartelizados.
En la visión de Lenin por otro lado la eliminación de la libre competencia viene acompañada de una reducción del número de empresas, según él, si algunas grandes empresas se ponen de acuerdo en fijar los precios, la ley objetiva de producción mercantil tenderá a debilitarse de manera fundamental. En sus palabras, «… el viejo capitalismo, el capitalismo de la libre competencia, con su regulador indispensable, la bolsa, pasa a la historia» (Lenin, El imperialismo).
En décadas posteriores esta idea sería mantenida y ampliada por otros marxistas. Sweezy, Mandel y Baran harían importantes contribuciones al debate durante el siglo XX, enfocándose en el comportamiento de los monopolios en la economía moderna. Grosso modo, la idea de una nueva organización de la economía capitalista, alejada de una tendencia dominada por la competencia, es asumida como escenarios propios al siglo XIX y opuestas a la economía del siglo XX caracterizada por una cada vez mayor concentración empresarial.
Los límites teóricos de todas las tesis de precios monopólicos (TPM) es, justamente, lo que defiende el mismo Lenin: la ausencia de la competencia. Sin leyes de competencia, el precio se fija arbitrariamente. No importa el grado de concentración empresarial asumido, la TPM solo puede existir si la competencia es anulada, lo que conlleva además una relación causal: la existencia de monopolios anula la competencia. Esta indeterminación no se limita únicamente a la formación de precios, también abarca el tamaño mismo de las empresas con poder monopólico, porque nada impide que las empresas cartelizadas crezcan hasta absorber a toda la competencia. Esto último es clave, porque la TPM asume una tendencia lineal y decreciente en el número de empresas a lo largo del tiempo. Según esta lógica, la economía de un país capitalista en 1960 debiera haber estado menos concentrada que en el año 2000, y esta a su vez menos que en 2020. En consecuencia, el modelo proyecta un escenario en el que, tarde o temprano, una sola empresa (o un puñado de ellas) terminará controlando todo el aparato productivo, distributivo y de servicios, Por lo tanto, independientemente del tiempo que tome, esta lógica conduce a una conclusión asintótica: que en algún momento una sola empresa —o unas pocas— terminen por ser propietarias de todo el aparato productivo, distributivo y de servicios.
El argumento que busca responder a esta objeción es simple, aunque en apariencia contradictorio. Por un lado, se sostiene que los monopolios reducen el precio por unidad para eliminar a la competencia; por otro, se afirma que fijan precios arbitrariamente altos con el fin de maximizar sus ganancias a través de un mark-up ampliado. Aunque lo parezca, en realidad no es contradictorio pues son procesos que se desarrollan en momentos diferentes, simplificando, en un momento inicial los precios de venta se reducen para consolidar el monopolio y en una segunda etapa el precio se incrementa para cosechar los beneficios de la victoria. De esta forma, los monopolios consolidados eliminan la competencia y construyen barreras infranqueables ante la llegada de nuevos capitales.
El problema de esta respuesta es que los límites del argumento siguen existiendo y solo han sido maquillados. El apostar por una tendencia lineal en la concentración empresarial, incluso asumiendo que las dinámicas de competencia han sido eliminadas, implica consecuencias de difícil probación. Especialmente en lo concerniente a la distribución de la riqueza (o ingreso) y la participación de los salarios en el PIB. Si los precios se pueden fijar arbitrariamente en un escenario monopólico, y las leyes de competencia han sido anuladas, cabe esperar que la apropiación tanto de la riqueza cuanto del ingreso se debiera incrementar continuamente año a año.
Sin embargo, los datos estadísticos disponibles muestran exactamente lo contrario.
Fuente: WID.
Por una parte, la riqueza del 1% en los países seleccionados -países capitalistas considerados desarrollados- se ha reducido desde 1900 a la fecha. Incluso en aquellos, como España, donde carecemos de los datos para todo el período analizado, no se ve una mayor concentración de la riqueza en pocas manos.
Fuente: Facundo Alvaredo, Anthony B. Atkinson, Thomas Piketty, Emmanuel Saez y Gabriel Zucman. 2016
Tampoco se evidencia una particular tendencia a la concentración del ingreso. Incluso en aquellos países donde ha aumentado la concentración durante los primeros años del siglo XXI, la situación está lejos de ser similar a la ostentada a inicios del siglo XX.
Fuente:
https://ourworldindata.org/
En cuanto a la participación de los salarios en el PIB, la tendencia en los casi últimos 20 años tampoco confirma la teoría. Al contrario, entre 2004 y 2020 la distribución de los países se ha inclinado más hacia participaciones sobre el 50% del total del PIB.
Esta evidencia empírica resulta especialmente problemática para la tesis marxista clásica, que supone una progresiva concentración del capital y una creciente apropiación de la riqueza por parte de una minoría. Si bien estas dinámicas pueden haber sido observables en ciertos momentos históricos o sectores específicos, los datos presentados —sobre la participación salarial, la evolución del 1% más rico y la distribución del ingreso— muestran una realidad mucho más matizada. En lugar de una tendencia inevitable hacia la concentración, los registros indican oscilaciones, estabilizaciones e incluso retrocesos. Esto sugiere que la competencia y la movilidad del capital siguen operando como fuerzas activas dentro del capitalismo contemporáneo, lo cual pone en entredicho la validez general de las Tesis de Precios Monopólicos en su formulación más rígida.
Si analizamos sectorialmente la situación, tampoco hay una correspondencia de los datos. Autores como los ya mencionados Sweezy, Mandel y Baran se basan en los datos y observaciones de la economía mundial de los años 60, década en la que hubo una menor competencia y el desarrollo fue relativamente tranquilo y pacífico, pero ni siquiera en ese período cesó de existir la competencia. Según la OCDE, frente a crecimientos de precios del 3 y 4% anual, los 17 países más industrializados experimentaron un crecimiento anual del 1 y 2,5% por año entre 1958 y 1968 (Levinson, 1973). Tal diferencial de crecimiento debiera explicarse por una persistente existencia de mercados más concentrados en aquellos países donde el crecimiento fue mayor, pero de aceptar la tesis, entramos en una contradicción, pues son los países más industrializados, ergo aquellos donde teóricamente el capitalismo de libre competencia evolucionó a un capitalismo de monopolio, donde los precios aumentasen más rápidamente y es justamente lo contrario. Por lo que, o bien la teoría es correcta, pero al revés, o bien no es correcta. No obstante, incluso aceptando lo primero, si hay que adaptar la teoría, que sean los países más atrasados los que contienen los mercados menos competitivos y más concentrados es y representa justamente la estocada final para la TPM porque esa tendencia es la inversa a la que se defiende y coincide con la teoría en Marx y autores de la escuela austriaca: a más capitalismo, más competencia, no al revés.
Si la guerra de precios era una realidad durante los años 60, la década insigne de estudio para los autores que defienden la TPM, en la actualidad es una realidad todavía más marcada. Áreas tales como los semiconductores, la vehicular, transportes, telecomunicaciones, seguros, acero, química, computación, aérea y banca la competencia entre los años 90 e inicios del siglo XX ha sido sumamente intensa. Los incrementos de productividad, la guerra de precios, las fusiones y quiebras ha sido una tónica en todos estos rubros, lo cual se añade a la evidencia en contra de la TPM.
Al mismo tiempo, Semmler (1982) cuestiona el argumento de las barreras de entrada que apoya la TPM. Cierto es que existen industrias en las que existen diferencias que incluyen economías de escala, altos requerimientos de capital inicial, ventajas de costo absolutos por sobre las nuevas empresas en el sector, pero plantea también la necesidad por poner el ojo en las barreras de salida. Esto pues así como es difícil entrar a competir también lo es dejar el sector, especialmente en momentos recesivos. Si los capitales requieren emigrar a sectores menos concentrados deben de pagar un coste significativamente mayor precisamente por el alto nivel de apalancamiento operativo y financiero. Debido a lo anterior, al promediarse en el largo plazo no se advierte que las ramas con altas barreras de entrada ostente tasas de beneficio sistemáticamente superiores.
Esta lectura amplia —que incorpora tanto las barreras de entrada como las de salida— debilita aún más la validez estructural de las tesis de precios monopólicos. Si las altas tasas de beneficio no pueden sostenerse de forma sistemática ni siquiera en industrias concentradas, entonces el argumento de que el monopolio genera una renta constante por fuera de toda competencia se vuelve insostenible.
El modelo clásico explica mejor los hechos
Todos los hechos y datos aquí presentado se entienden y ajustan mucho mejor siguiendo los modelos que aceptan la existencia tanto en el siglo XIX, como durante el XX y lo que va del XXI, de la competencia. Una competencia no entendida como competencia perfecta sino como una tendencia a la igualación de los tipos de beneficio entre los diferentes rubros, sectores y ramas de una economía tanto dentro de un país cuanto entre países. Esta tendencia es dinámica, por lo que su desarrollo se debe observar a lo largo de los años.
Así, frente a empresas que obtienen una gran cuota de mercado, la competencia actuará dependiendo de cómo operen. Si aprovechan su posición dominante en el mercado reduciendo los precios para asfixiar a la competencia, el consumidor se verá beneficiado como efecto inmediato de esta política, si es sostenible en el tiempo, entonces el nivel de beneficio asociado a tal precio representa el punto de equilibrio, si no es sostenible entonces tenemos dos opciones. La primera es que las empresas vean sus beneficios caer, por lo que deberán por fuerza volver al equilibrio realmente competitivo. La segunda es que no puedan volver al punto de equilibrio y sean liquidadas en el proceso. En ambos casos se vuelve al equilibrio esperado. Por otra parte si aprovechan su posición dominante incrementando los precios, el hipotético incremento del beneficio atraerá a nuevos capitales y con ello el beneficio tenderá a la baja volviendo al equilibrio.
Esto significa que el equilibrio alcanzado dinámicamente implica la imposibilidad de monopolios bajo la lógica leninista. Los monopolios sí pueden existir, pero su existencia se deberá a que son los más idóneos para ofertar bienes y servicios al precio más competitivo posible, de no ser el caso, esos monopolios estarán abocados a desaparecer.
Ahora bien, estamos hasta este punto, asumiendo que existe libertad de capitales. En ausencia, es posible la existencia de monopolios a lo Lenin. Ese es el quid del asunto: si no existe libertad de capitales no hay libre competencia, pero si no hay libertad de capitales entonces el mercado está regulado o no está consolidado, por ende hay un problema derivado del Estado.
En condiciones de libertad de capitales, el mercado del trabajo y el mercado del capital deberá ajustarse tal y como se presenta a continuación:
El punto de equilibrio se da en la intersección entre la curva de fijación salarial y la fijación del precio. La curva de fijación salarial representa cada posible combinación entre salario y demanda de empleo. Como se observa es ascendente pues a mayor salario mayor empleo demandado. La curva de fijación del precio indica el salario real pagado cuando las empresas eligen el precio al que maximizan beneficios, por lo tanto la diferencia entre esta y el producto por trabajador es el beneficio del empresario. Esta última no es fija, ya que como se observa en el gráfico derecho, está determinada por el número de empresas en el sector, número que se equilibra en función a un nivel de beneficio.
Si la productividad por trabajador se incrementa el beneficio aumenta y eventualmente el salario real igualmente crece. Es decir pasamos del punto de equilibrio «A» al punto de equilibrio «B» porque también en el mercado de capitales se transita desde «Z» a «X». Esto no ocurre por altruismo, tampoco por magia, es simple competencia capitalista.
El gráfico refuerza la idea central del modelo clásico: que el equilibrio económico no se define por estructuras fijas, sino por procesos dinámicos de ajuste entre capital, trabajo y competencia. La intersección entre las curvas de fijación salarial y fijación de precios determina el salario real y, por extensión, el nivel de empleo y beneficio empresarial. A medida que se incrementa la productividad, el beneficio también crece, pero este excedente no permanece inmóvil: atrae nuevos capitales, lo que intensifica la competencia, empuja los precios a la baja y tiende a equilibrar los márgenes. En este escenario, el monopolio no puede consolidarse como estructura permanente salvo que existan restricciones externas —regulación, captura institucional, coerción política— que inhiban la libre entrada y salida de capital. En suma, el gráfico no solo ilustra un punto de equilibrio técnico, sino que representa visualmente la imposibilidad de monopolios duraderos bajo condiciones de libre competencia y movilidad del capital.
A lo largo de este artículo se ha expuesto una crítica sistemática a las Tesis de Precios Monopólicos desde una perspectiva que reconoce la complejidad dinámica del capitalismo contemporáneo. Si bien la tradición marxista ha ofrecido aportes valiosos al identificar los riesgos de concentración económica y de captura del mercado, las evidencias históricas y empíricas analizadas muestran que la competencia —lejos de desaparecer— continúa actuando como una fuerza reguladora activa. Las oscilaciones en la distribución de la riqueza, el comportamiento de los precios, la participación salarial en el PIB y la movilidad del capital entre sectores cuestionan la idea de un tránsito lineal hacia el monopolio absoluto. Por el contrario, el análisis sugiere que los equilibrios de mercado, aunque imperfectos, tienden a reconfigurarse en función de incentivos, beneficios y productividad.
Esta constatación tiene implicancias profundas, tanto para el análisis económico como para la elaboración de políticas públicas. Si el monopolio no es un desenlace inevitable del capitalismo, sino una excepción explicable por barreras externas o fallas institucionales, entonces las propuestas que buscan corregir al mercado mediante concentraciones alternativas de poder —como monopolios estatales o estructuras jerárquicas rígidas— deben ser sometidas al mismo escrutinio crítico que se aplica a sus contrapartes privadas. La coherencia de las izquierdas, en este sentido, no solo depende de sus fines declarados, sino también de los medios institucionales que eligen para alcanzarlos. En definitiva, entender al capitalismo como un sistema abierto, conflictivo y dinámico obliga a abandonar ciertas ortodoxias teóricas, y abre la puerta a una crítica más sofisticada, empíricamente informada y políticamente responsable.